ABUELO
SUBLIMINAL
-Te dejo una funda
de panes sobre la alacena. Si no tienes hambre, me los dejas a mí. O se los das
al perro –dijo rápidamente mientras se arreglaba los calzones.
-…No tenemos perro
-Al gato, entonces
¡Yo que sé!
Luego se fue,
dando un magnífico portazo. Tan bueno fue, que bajo efecto dialéctico, se
estrelló contra el marco lacado y rebotó, ocasionando una puerta entreabierta
que tuve que cerrar. Si el método de las parábolas bíblicas tenía algo de
verídico, el único camino a un paraíso medianamente aceptable consistía en
aplicar por mí mismo las enseñanzas de los antiguos patriarcas. O, al menos, las
dejadas por el abuelo, gran verdugo de puertas. ¿Quién sabe? O mejor: “¡Yo que
sé ¡” Él había vivido un puñado de décadas más que el promedio entre mis amigos
y el tipo al que tenía que ver en el espejo cada mañana mientras me cepillaba
los dientes. (Porque sí, niño, que si no te los lavas se te caen…). Nada
extraño, es el destino al que los abuelos se encuentran irremediablemente
condenados. A tener las orejas llenas de musgo. A caminar cada día más despacio
pero más firme. A detenerse más tiempo contemplando las huellas dejadas por
ellos mismos que en hacer nuevas. Sencillamente, los abuelos están
predestinados a hacerse viejos.
Éramos solo
nosotros. Nunca tuvimos animales viviendo en la casa, salvo una que otra rata
en las noches de sus pantuflas, casi tan viejas como él. La frase del perro era
una broma legendaria, tan cargada de ingenio como las máximas que encontramos
en la estampa de un santo cualquiera. Pero el abuelo no tenía nada de santo y
no era más que un descreído. Imagino al abuelo volver de quién sabe dónde, para
preguntarse a sí mismo si no había dejado la puerta entreabierta. Luego,
entendiendo que tendría que buscar las llaves, se frustraría y se cerraría más
que la puerta mencionada, antes de que me animase a preguntarle por qué no se
casó por segunda vez. Esto no impediría que me colocase la corona de lo
predecible. Imagino su respuesta sin pensarlo dos veces:
“-Con una pareja
existen dos caminos a seguir: que esta lo ame a uno, o que no. Si nos ama,
querrá mejorarnos. Si no, querrá reemplazarnos. Míralo desde donde quieras, es
la misma porquería. Nos hemos acostumbrado a emparejarnos al alcanzar la edad
de la razón y no nos ha servido de mucho. Seguimos muriendo igual que en el
inicio de los tiempos. Parejas ¿Para qué demonios querría una?”
Así pues, el
abuelo constituía, para mí, un pilar de sabiduría empírica. Esa misma sabiduría
que le resulta un consuelo a todo individuo a cambio del color de sus cabellos
o la nitidez de su visión. Aclaro que, de todas formas, nunca tuve ninguno de
estos elementos. Lo único que me atrevo a confesar es que soy rubio, casi
albino, y miope como un topo. He allí mi suplicio, pero no el del abuelo. Basta
verlo para entender el universo de todo veterano respetable. Respetable por las
fuerzas naturales, las únicas que, al final de toda historia, presentan alguna
importancia en los inmensos anales de lo inmortal al momento de exhalar y
volverse tieso.
Por tanto que,
como generación posterior, me correspondía rescatar todo lo que me fuese
posible del viejo. Es por ello, que me dediqué a analizarlo cuanto me
permitiesen las circunstancias. A decir verdad, no tenía mayores distracciones.
No contaba con alguien en mi círculo cercano a quien pudiese compartirle estas
vivencias, a menos que una sonrisa invertida, un despectivo: ¿Qué?, o la
combinación de ambos, fuese aceptada como respuesta favorable. Estaba, pues, condenado
a una transición solitaria de muchacho a hombre, con una única referencia, para
colmo torpe y senil, que exigía, encima, un análisis algo largo. Siempre
estábamos ocupados. Yo lo analizaba a él y él analizaba las verdades de su
universo primitivo y seco. Yo no era, confieso, más que el simple telegrafista
de la extensa correspondencia entre un viajero errante y el reflejo del entorno
que iba descubriendo. El pedazo de cordura que parecía conservar era mi punto
de partida. El resto sería un río, el cual solo sería atravesado mediante una
cuerda hecha de nuestros propios genes heredados.
Tales eran las
circunstancias que definían la relación niño-investigador-abuelo. Así me sentía
cuando celebraban su último cumpleaños. Él y tres viejos más. Más acabados,
seguramente:
-Brindo, amigos,
por el milagro que tenemos este día- dijo el abuelo al tiempo que subía la copa
al nivel de las narices de sus invitados. O, mejor dicho, a sus frentes, pues
ya estaba un poco borracho.
-¿Milagro?- Dijo
el más feo del grupo -¿Qué milagro encuentras en cuatro viejos panzones y
cuatro copas? Si quieres saber de brujería. ¡Gustavo! ¿Tú no andabas con una
bruja?
Todos se echaron a
reír excepto Gustavo quien, incómodamente, me miró y trató de desviar la
conversación -Eh… ¿El chico no bebe?
El abuelo
contestó:
-No. Bueno, a lo
que iba. ¿Dónde está el milagro? Pues, creo que en esta escena. La abundancia
nos ha bendecido a todos bajo el velo de una luna que se casa virgen, solo por
eso puede estar tan blanca. No nos preocupemos de la panza. Somos viejos y la
fealdad llega con cada latir de nuestros pechos rancios. Pero el tenerlos aquí
es una maravilla que no deja de conmoverme. No sé si lo hayan notado, pero
cuando se tiene amigos, se carece de vino. ¿Y cuándo llega este? Cuando se
mueren, cuando se pierden, o cuando se casan. El vino suele acompañar las
mejores desgracias, que no por ir vestidas de princesas dejan de ser las mismas
pordioseras. Pero hoy es distinto. Nos tenemos el uno frente al otro, con
estómagos que han de saber digerir un buen trago han de saber morir en el
intento. ¡Salud!
Salud…No imagino
al abuelo sin su salud. A pesar de sus años, era un hombre a quién la vida
aparentaba tenerle cariño. Alguna vez me llevó de paseo al bosque. Recuerdo los
colores del cielo cuando los últimos rayos de sol hacían de palomas idiotas y
golpeaban intermitentemente los árboles. El entretejido de ramas negras en el
trasfondo de la noche recién nacida, tenía una semejanza espeluznante con una
telaraña gigantesca. Si bien, las condiciones sanitarias de mi casa dejaban
poco que desear, había visto un par de ellas en el techo, junto a sus
respectivas Penélopes morenas. Si los árboles hicieran un juego con mis
deficientes retinas, podríamos haberle dado un efecto negativo al paisaje. Tendríamos
telarañas oscuras y arañas blancas, algo razonable. Le expliqué esta teoría al
abuelo, quien la consideró por un momento antes de preguntar:
- ¿Y dónde están
las dichosas arañas?
Elevé la quijada y
contesté:
-Algunos las
llaman estrellas.
En efecto, admito
que el abuelo tenía un poder analítico impresionante. Independientemente de su
desaliño exterior, sabía descifrar las señales e intenciones de sus
interlocutores en los primeros minutos de charla. Conocía la respuesta justa
para cada pregunta, el comentario pertinaz a cada queja. Eso, desde luego, no
quería decir que haya sido un hombre interesado en agradar. Sospecho, incluso,
que a veces cruzaba sus frases con el simple propósito de hacerse detestar. Es
bien sabido el placer que encuentran ciertos individuos en hacer exactamente lo
contrario a lo esperado. Esto, aclaro, no debe confundirse con el capricho de
adoptar un aire de irreverencia postiza con el fin de “hacerse notar”. El
verdadero pez contracorriente, se inicia con la recta perpendicular a su propia
percepción del sistema, mientras que el charlatán, adopta como empresa el
emprender un camino que no es más que la extensión de su concepción
estandarizada de lo esperado. Sin embargo, la recompensa por el esfuerzo de
trazar un camino único llega a ser la trascendencia del punto, en este caso, el
sujeto. El abuelo era un irreverente nato y puro, un cero que, simplemente, no
cuadraba a la izquierda desde ninguna perspectiva.
Me encontraba en
estas conclusiones, cuando escuché un sonido que parecía venir del inframundo.
Al parecer, alguien había olvidado engrasar las bisagras y esa persona no podía
ser otra que yo mismo. El chirrido no estuvo lejos de dejarme sordo, a pesar de
los veinte pasos a los que me encontraba. No así la persona que entraba, la
cual tampoco podía ser otra que el abuelo. Una vez adentro, fue directamente
hacia mí y dijo:
-¿Sabes por qué
tienes la nariz tan grande?
-Por mi abuela,
supongo.- contesté, algo contrariado –Creo que ella fue la responsable de todo-
-Sí, fui a
visitarla al cementerio- dijo mientras se rascaba la oreja izquierda- Ya son
quince años desde que murió. Era una mujer realmente fea.-
No me molesté ante
su observación, pero tampoco me animé a contestar. Después de cuatro segundos,
el tiempo en el que un silencio se vuelve incómodo, el abuelo continuó:
-No me enamoré de
ella por que haya sido guapa. Tampoco era demasiado buena, algo que debí haber
considerado, pues es una cualidad valiosa en las viejas. Menos mal que no llegó
a tanto. El mundo no está hecho para mujeres honestas, ni hombres. Ni siquiera
para mascotas honestas. ¿Dónde está el perro, maldita sea?
Comprendí que le
daba pie a la historia en la cual la escuchó por primera vez. Me la sabía de
memoria. El abuelo estaba acostado de cabeza en su camioneta roja uno de esos
típicos treinta de Febrero de algún año (Así disimulaba haber olvidado el día
exacto) cuando nadie pensaba en canas y los ojos estaban más despejados
que el cielo de Agosto. De la nada, apareció una mujer seguida de otra. Estaban
discutiendo y él no pudo evitar escuchar la conversación, al parecer cotidiana,
que deshilaba el silencio para pasar a enredarse con las cuerdas vocales de
cada una.
Escuchó:
-Me tienes
envidia.
-No te tengo
envidia y nunca la he tenido. Es justo el tiempo la razón por la que no puedo
anhelar nada tuyo. Hoy, que eres bonita, la gente está allí, conmemorando con
aplausos cada uno de los fallos y brincos de su mariposa preferida. Pero no
durará para siempre. Dime una sola persona que quiera algo de ti que puedas
conservar en cincuenta años. O mejor, dime una sola persona que alguna vez te
haya querido.
Luego, una
respiración se volvió agitada, mientras se complementaba con la decadencia de
tacones que se alejaban pausadamente por la hilera de coches que
culminaba con un arco de cemento. El abuelo salió precipitadamente del coche y
caminó en dirección hacia una mujer. Llevaba el cabello corto, en un corte de
moda y era rosada y pequeña. Con un falso aire de diplomacia y complicidad,
murmuró:
-No vengo a
molestarte, solo quería decir que lo que le has dicho a esa mujer ha sido
excelente. Las escuché sin querer pero…¡Bien dicho!
La mujer,
sorprendida, exclamó un “¿Qué?” sonoro y chocante en una voz inesperada.
Finalmente miró al abuelo y le estampó una bofetada antes de seguir su camino.
Naturalmente, la posición invertida del viejo en la camioneta le había
provocado una confusión, acercándose a la mujer equivocada. Tuvo alguna
sospecha al percatarse de que, de espaldas, no se veía mal. Sin embargo, ignoró
estas advertencias y recibió, consecuentemente, el golpe. Con la mejilla
adolorida y entre carcajadas ahogadas, el abuelo corrió en la dirección opuesta
y encontró a mi abuela. La conversación que hayan tenido, no habrá sido
interesante y de todas formas, es demasiado predecible como para repetirla más
veces de la única que valió la pena, su versión original.
Una vez terminado
el relato, el abuelo optó por quedarse dormido. Aprovechando su estado, me
levanté tan pronto como pude y abandoné la habitación con el firme pensamiento
de que mi investigación había terminado. ¿Cómo podría dormirse de nuevo? Admito
mi culpa al haber perdido voluntariamente el tiempo al perseguir un objetivo
tan absurdo. Pero no por ello me sentía mal. La felicidad, así como la belleza,
le deben su nacimiento a un único factor: La perspectiva. El hallarme aquí
junto a un hombre viejo, que nada tenía de aire patriarcal, que contradecía
todo lo que, en un inicio buscaba, no significa una derrota. Sin tomar en
cuenta la sabiduría o el valor legendario que suele acompañar como ley
primaria a estos sujetos, el abuelo era contradictorio Estuve en busca de un
lienzo inédito de inmenso valor, para encontrarme con el tapizado barato y el
patrón que se repetiría una y otra vez en las mismas historias estúpidas y
comentarios que iban perdiendo su brillo de tanto uso. Por ello, me valí de su
sueño para refugiarme en la plaza cercana sin su permiso. Estaba caminando
alrededor del césped acolchonado cuando sentí una presencia a mis espaldas.
Supuse que había
sido descubierto cuando la sombra adoptó una forma graciosa. Giré para
encontrarme con un rostro que era, al mismo tiempo, familiar y novedoso. Un
rostro no tan grande cuya sonrisa ocupaba la mitad del rostro se extendió
hacia mí, mientras se acercaba descaradamente. Me paré y caminé. Me seguía a
todas partes. Lo acaricié y decidí llevarlo conmigo. Ya no habría necesidad de
escape, la primera teoría del viejo comenzó a adquirir forma: Así que teníamos
un perro. Acaricié la cabeza del animal y lo llevé a casa sin tener que
presionarlo. Él me seguía y seguiría haciéndolo por los siguientes diecisiete
años. Recuerdo haber visto su pelaje blanco y el par de ojillos que controlaban
mis pasos, procurando no perderlos de vista. El nuevo camarada llenaba los
espacios en blanco de mi cabeza, empezando por la coherencia del abuelo. Las
cábalas eran profecías y el abuelo había pasado la prueba. No había necesidad
de importunarlo más. De una u otra forma, la investigación había finalizado con
una única conclusión. El abuelo era genial.
Una vez adentro,
vi que él ya había despertado y hurgaba en la alacena en busca de algo para
comer. Estaba a punto de alcanzar el frasco de mermelada cuando el roce de algo
en su brazo desnudo lo sobresaltó. Un par de ojos duplicaron su tamaño original
al ver al nuevo integrante de la familia. Después de una rápida ojeada su
mirada retomó un aire de sospecha. Entonces se enfocó en mi camiseta al tiempo
que cuestionaba:
-¿Y ese perro?
Me miré en el espejo, noté una cana en el centro de mi cabeza y sonreí mientras me acomodaba los calzones.
-¡Yo que sé!
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